
Está en boca de todos y no es para menos. Las grandes ciudades del mundo, o, por lo menos, la mayor parte, entre ellas Bilbao y muy pronto Barakaldo o Getxo, están implementando políticas cada vez más restrictivas para limitar el acceso de vehículos contaminantes a sus centros urbanos, buscando reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. No seré yo quien discuta el fondo de la cuestión. La crisis climática es una realidad, por mucho que algunos quieran mirar para otro lado, negando lo evidente.
Sin embargo, este, permítanme bautizarlo como «ecopijismo», que no es más que el lujo de poder permitirse ser ecológico, genera una nueva desigualdad, la ambiental, que afecta a quienes menos tienen y beneficia, como siempre ocurre, a aquellos con mayor poder adquisitivo, que son los que pueden permitirse el lujo de adquirir vehículos con pegatina ECO, en la mayoría de los casos, de alta gama, cuyo consumo real sonroja hasta el color de su rutilante adhesivo verde.
Derecho accesible
Y es que, tal y como está la vida, seamos claros, para la gran mayoría de ciudadanos, comprar un coche eléctrico no es una opción viable. Los precios que tienen, a pesar de las ayudas estatales, los convierten en prohibitivos, por no hablar de las dificultades que conlleva el poder tener una infraestructura propia de carga, si no tienes la suerte de contar con una plaza de garaje.
De esta manera, a muchas familias no les queda más remedio que quedarse con sus coches de combustión, que ya les ha costado pagar, sino lo están haciendo aún, quedando excluidos de poder acceder al centro de su ciudad. La movilidad, que debería ser un derecho accesible, se convierte en un privilegio, porque tampoco el transporte público es capaz de cubrir todas las necesidades de la sociedad, ya sea por número de rutas u horarios (otro día, si eso, hablaremos del Metro y un horario que hasta a Cenicienta se le quedaría escaso). Pero, volviendo a lo que nos ocupa, esta exclusión basada en el poder adquisitivo, que realmente es lo que es, por mucho que se quiera vestir de verde, no hace más que ahondar la brecha social que existe, limitando las oportunidades de quienes no pueden costearse un cambio en sus hábitos de transporte.
Impacto ambiental
Pero, lo más paradójico, con todo, es saber que el impacto ambiental de los coches eléctricos no es tan «limpio» como se nos está queriendo vender. Por todos es sabido que la huella de carbono generada durante su fabricación, debido a la extracción de materiales como el litio y el cobalto (dejando al margen la inhumana explotación laboral que se esconde tras estos yacimientos, que es harina de otro vergonzoso costal), es más que considerable.
Cuando estos coches llegan al final de su vida útil, o tienen un accidente, y no hace falta que den cuatro vueltas de campana para acabar hechos chatarra, ya que son bastante más delicados que los tradicionales, el proceso de desguace y reciclaje genera también una nueva huella de carbono, que hay que tener muy presente. En este sentido, el coche eléctrico puede ser tan o más contaminante que uno de combustión si consideramos, no las emisiones diarias de CO₂, sino el ciclo de vida completo.
Así que en esas estamos. Mientras los centros urbanos de nuestras ciudades se vuelven espacios exclusivos para quienes pueden permitirse el lujo de tener un coche con etiqueta ECO, la sostenibilidad se convierte en un concepto de acceso restringido, reservado para unos pocos privilegiados. Llegados a este punto, permítanme preguntarme si realmente estamos avanzando hacia una solución justa y efectiva contra el cambio climático o, por el contrario, no estamos contribuyendo a una nueva forma de segregación social disfrazada de ecologismo, que, además, por sí sola, no va a ayudar a solucionar los problemas ambientales del mundo.