LA OPINIÓN de Miguel Ángel Puente

El legado del Papa Francisco

Un pontificado marcado por la cercanía, la valentía y la voluntad de cambio

Llegado el momento de tener que elegir un nuevo Papa, el mundo católico —el mundo en general, me atrevería a decir— se enfrenta a un momento realmente decisivo. No se trata sólo de elegir al líder espiritual de cientos de millones de católicos, sino de decidir si la Iglesia quiere continuar el camino trazado por Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, cuya huella ha sido profunda, valiente y transformadora, para enfado de sus críticos.

Francisco ha sido, ante todo, un Papa cercano y apegado a los problemas de nuestra sociedad actual. Su papado rompió con las formas rígidas, altivas y ampulosas que durante siglos marcaron el devenir del Vaticano. Probablemente, se convirtió en el Papa más terrenal y menos divino de cuantos ha habido, y eso es mucho decir. Eligió vivir en una residencia sencilla, lavó los pies a presos, pobres y migrantes, abrió las puertas de la Iglesia al colectivo LGTBI y no tuvo reparos en llamar a las cosas por su nombre. Su opción preferencial por los más necesitados, su denuncia del capitalismo salvaje, del clericalismo y de la indiferencia ante el sufrimiento humano, lo colocaron del lado del Evangelio, abrazando abiertamente el mensaje lanzado por Jesucristo.


«Su papado rompió con las formas rígidas, altivas y ampulosas»


Es poco edificador que, por todo ello, algunos quisieran desacreditar su labor pastoral acusándole —nada más y nada menos— que de comunista. Mal que les pese, la realidad de sus actos reflejaba, en verdad, el comportamiento de un auténtico cristiano. Valores que buena parte de sus críticos parecen haber olvidado, aunque luego se jacten de defender la palabra de Dios, pegándose falsos golpes en el pecho, vestidos del más ruin de los postureos.

La Iglesia que nos deja Francisco es una Iglesia más abierta y más honesta. No solo en lo pastoral, sino también en lo institucional, aunque todavía le quede mucho camino por recorrer. Su compromiso con la depuración de responsabilidades en casos de pederastia ha sido siempre firme, aunque aún insuficiente para muchos. Pudiendo esto último ser cierto, también hay que reconocerle que tuvo una voluntad clara de ponerse del lado de las víctimas, de escucharlas y de acabar con el silencio y la complicidad que tanto daño han causado a la institución eclesiástica.

Hoy, cuando los discursos de odio, el ultranacionalismo excluyente y la extrema derecha —esa misma que lleva un crucifijo colgado del cuello y reza un Padrenuestro mientras niega la acogida o la ayuda al prójimo— ganan terreno, es más urgente que nunca tener una Iglesia que se convierta en bálsamo de paz y no en espada amenazante. Una Iglesia que no se deje seducir ni por el ruido de sables ni por los fastos ni la opulencia, y que evite convertirse en guardaespaldas del poder político y económico, esforzándose por ser la voz de los que precisamente no la tienen.


«Solo hay una Iglesia que vale la pena: la que camina respetando de verdad los valores cristianos»


El próximo Papa tiene en sus manos un legado valioso, pero frágil. Continuarlo es apostar por una Iglesia viva, comprometida con el mundo real, sin renunciar a su mensaje, pero entendiendo que ese mensaje no se impone mediante dogmas, sino que debe sustentarse sobre gestos coherentes. Que no se construya con oro, sino con misericordia. Porque, al final, solo hay una Iglesia que vale la pena: la que camina respetando de verdad los valores cristianos. Y, en muchas ocasiones, por desgracia, la Iglesia ha sido más católica que cristiana. Cuestión que, aunque pueda parecer lo mismo, y se hayan afanado siempre en vendernos que una cosa es indisoluble a la otra, ni mucho menos lo es.


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